Sin tiempo en un no-lugar

Noches a la vuelta del campo de refugiados de Cherso, Grecia

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Fotografía de Basel Ahmad Araj, del campo de refugiados de Cherso (Grecia) donde vive temporalmente

Una bocanada de aire caliente me lame las plantas de los pies cuando intento conciliar el sueño. Ha entrado por el balcón abierto y me ha rozado el cuerpo como el aliento de un perro perdido. Me pregunto si no será solo eso lo que me queda del verano: la húmeda asfixia pegajosa de las noches barcelonesas en un ático, como si la misma asfixia de Grecia hubiera volado conmigo en el avión de vuelta. Lo demás se quedó allí. Ellos se quedaron allí.

Me mareaba a menudo dentro de la jaima, y salía para mojarme la cabeza bajo el chorro de los grifos que había al otro lado de la cerca. Algunos días la escuela estaba llena de niños, otros días había menos. Algunos vestían con polares y sudaderas, aunque no prestaban atención al calor que nos ahogaba porque estaban copiando los números de la pizarra, y luego intentaban entender por qué tres y dos son cinco.

¿Qué me queda del campo? ¿Qué queda de Siria? ¿Dónde voló la casa de Avin, en Alepo? ¿Dónde se fueron tantas cosas que tenía que decir? ¿Por qué tres y dos tienen que ser siempre cinco? Si alguien me dijera que nada fue real, ¿lo creería? Si me dijeran que nunca me fui a Grecia, que nunca pisé un campo de refugiados, que nunca estuve frente a sus ojos, ¿podría llegar a creerlo?

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Fotografía de Diana Mizrahi, campo de refugiados de Cherso

Me duermo y abro la puerta a los sueños, según el protocolo: con guante blanco, alfombra roja, pomo dorado e inclinación de torso con un leve cerrar de ojos. Entran uno a uno desfilando delante mío, adentrándose, instalándose en las ranuras de las baldosas, acunados en los pliegues de la cortina, sentados en la tetera de aluminio y por los lomos de los libros cubiertos de polvo. Cada uno de ellos visita mi habitación como empujado por la espalda por un cierto aliento perruno que me resulta familiar. Los ojos de almendra de Asia que vuelve a darme la mano; Fatima y la mochila azul llena de lápices; Cauca con envidia risueña; Sohair sentada en su jaima esperando que algo pase, que todo pase, que por favor no pase nada grave; Mohammad Ayud contándose los dedos marrones, tan cerca de sus ojos como si pudiera ver pulguitas en las yemas; Sadir con el bolsillo ardiente de rabia; la dulce Avin y su madre con collares de amuletos; Sahid apoyado en la columna de madera; Yudi desde el silencio valiente del que avanza solo; Hivah con su vacileo y las risas y el talante; Hamudi y sus heridas en la nariz; Tabarak intentando ser una niña seria sin conseguirlo; Safi con pipas y chicles y la gorra de costado, envuelto en chillidos de entusiasmo. El mismo Safi me tapa los ojos por detrás y aunque digo Safi, Safi, Safi!, no me los destapa, noto sus palmas sudorosas de piel caliente de orca, y me arrastra hacia la escuela, sshhht, están dando clase de costura las mujeres, ya después empezará el baile, ahora pasamos al lado de la mesa de ping-pong donde unos chicos gritan y Nur consigue dos puntos; nos adentramos por las calles, en las jaimas algunos nos miran aburridos y se hablan aburridos y se pegan y se hieren y se cantan aburridos, pero yo no veo nada bajo las manos de Safi que huelen a sandía recalentada y flor de girasol, guiándome entre toldos en los que el fuego tosta panes y quema horas y huele a cosas desaparecidas. Safi grita, grita divertido en mi oído «Mashnuna, mashnuna!», todo se vuelve de colores rojo amarillo y verde trenzados en mi muñeca; creo imaginar el perfume de Síria como si pudiera ir allí años atrás, cuando las cosas existían. Ahora Safi me empuja corriendo por las calles y alguien me pregunta si volveré. “¿Volverás?”. Deseo volver y que no haya nada, volver para comprobar que ya no estén, para que sus voces hayan trascendido el tiempo, para que no se cocine con plástico quemado y los niños no vistan polares en agosto, para ver que si alguien dijo que no era verdad, tenía razón. Pero no la tenía.

Despierto. Estoy en mi cama y ahora una brisa fresca entra por el balcón, me tapo con la sábana y acurruco mis piernas. Unos coches pasan por la calle, los gritos de sus motores trepan por la fachada. Dentro de poco estaré en un vagón de metro donde la megafonía, los pitidos de la puerta y las voces estridentes de unas francesas con pamelas se mezclaran bajo el suelo de la ciudad. El tiempo y el espacio han vuelto a engañarme, han pasado ya unos días desde que me fui de Grecia. Ya fue.

¿Dónde se ha ido el perro? ¿Qué queda del campo? ¿Dónde se me habrá metido, en qué tan adentrado rincón de mí que no podrá ya salir nunca y nunca podré arrancarlo y asomará con rostro de sueño cuando quiera? Ahora llueve, una tormenta se desata sobre mi ropa tendida. Me pregunto si estará lloviendo en Grecia también. Sus vidas se mojan y se secan en un no-lugar. Su tiempo corre sin moverse. Nos engañaron. Me engañó el avión que me transportó de un mundo a otro.

¿Qué queda ahora? Queda saber que es real.

¿Qué queda del campo? El campo.

¿Dónde se fue todo? Solo me fui yo, ellos se quedaron.

¿Volveré?, ¿volverán?

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